lunes, 11 de febrero de 2008

Milicianas ensalzan la lucha del EZLN



En diciembre pasado, durante tres días, más de 500 mujeres de distintas nacionalidades se reunieron en La Garrucha, principal bastión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, para escuchar los testimonios de vida de las insurgentes antes y después del levantamiento armado.

“El principal problema no es con los hombres sino con los gobernantes”, atesta a manera de bienvenida la comandanta Dalia, durante el Primer Encuentro de las Mujeres Zapatistas con las Mujeres del Mundo, realizado del 29 al 31 de diciembre en el Caracol de La Garrucha, como parte del tercer Encuentro de los Pueblos Zapatistas con los Pueblos del Mundo. Las palabras de la insurgente se desnudan sin timidez ante los gestos y miradas de más de 500 mujeres de 30 nacionalidades, encapsuladas todas en un auditorio con piso de tierra, paredes y techo de madera que, pese a su precariedad, da la intimidad justa para hacer afable la reunión.

Los temas de las plenarias se enfocan en siete puntos: cómo vivían antes (del levantamiento armado) y cómo viven ahora; cómo se organizan para ser autoridades; comercio, venta y compra de productos, trabajos colectivos, cooperativas y sociedad; salud; educación; niños y niñas zapatistas; y las zapatistas y la Otra Campaña. Participan mujeres de La Garrucha, La Realidad, Morelia, Oventic y Roberto Barrios, los cinco Caracoles bastión del EZLN.

Las reflexiones atraen a los hombres que deambulan por el auditorio donde se realiza el encuentro. Aunque a ellos no les es permitida la entrada -por ser una plenaria desde y para las mujeres-, el prolongado eco de las bocinas despierta su curiosidad. Mientras las mujeres discuten, afuera, los milicianos llevan leña, preparan los guisos, acarrean agua para los baños y a veces escapan de las labores asignadas para mirar de lejos a sus compañeras. Los niños se concentran en una escuelita a un kilómetro de distancia del Caracol.

Encuentro con la memoria

En un retroceder veloz hacía antes del 1 de enero de 1994, los testimonios de las abuelas, insurgentas, milicianas, niñas, madres y promotoras esculpen historias de indígenas subyugadas por los patrones, hoy llamados gobernantes.

“El patrón nos tenía como animales”, dice una de las abuelas quien, al igual que las niñas, no cubre su rostro con pasamontañas. A su testimonio se une el de otras cuatro ancianas, quienes repasan la vida en las viejas fincas, las largas faenas y el maltrato. Entonces, dicen, su día empezaba a las dos de la mañana para cortar la leña, acarrear el agua, llegar hasta la casa grande del patrón, preparar café, moler la sal, hacer tortillas, panela, posol. Limpiar la casa, bañar y alimentar a los hijos ajenos, lavar la ropa de los hacendados, cuidar a los animales. Al final del día, llegar a su modesta choza a hacer lo propio. Descanar cuatro horas y al día siguiente, la misma jornada.

La abuela Amira comparte: “el patrón nos tenía como animales”. Su voz sube de tono cuando reivindica que el levantamiento zapatista, en 1994, les permitió dejar esa forma de esclavitud, “sino ahora seríamos mozas, el patrón era bravo, esos tiempos eran de mucho sufrimiento”, dice la anciana al tiempo que baja el rostro por largos segundos y sigue: “llego un día que el patrón ordenó a su gente para que agarraran y colgaran a la mujer para que la pudiera violar. Don Enrique Castellanos y Javier Albores tuvieron familia con sus criadas, si uno no entrega a su hija lo colgaban en el palo”. Eso ocurrió, dicen, cuando trabajaban en las fincas El Rosario, Las Delicias y El Porvenir.

La anciana Eva se desprende por unos minutos de sus recuerdos y los plasma en hojas en su lengua tseltal; Lucia traduce: “en los cañaverales molíamos sal para alimentar el ganado del patrón, a veces más de 100 kilos, el capataz nos vigilaba, nos pegaba con chicote, era tan duro que nos desmayábamos de dolor. Al esposo lo amarraban en un árbol desnudo durante uno o dos días, a nosotras nos hincaban en piedra filosa hasta que nos sangraban las rodillas”.

En un arrebato de indignación, Norma interviene: “¡Violaban a nuestras hijas desde niñas, y si las defendíamos nos mandaban matar!”, en un susurro que apenas se entiende, reprocha: “el maldito patrón nunca pagaba con dinero, sino con trago”.

Eva, Norma, Maribel y Araceli fueron las primeras ancianas que hace casi 20 años compartieron la clandestinidad junto con siete de los insurgentes que formaron el movimiento guerrillero en las montañas del sureste mexicano. Orgullosas, dicen que su integración a la milicia se dio no sólo de palabra, sino que también tomaron las armas.

Maribel evoca con nostalgia un pedazo de memoria guardado en las montañas: habla de cómo conseguían comida para los primeros guerrilleros: les daban camote, azúcar, pinole, pan, galletas. “Nunca nos olvidamos de ellos, caminábamos en picada en la noche, despacito para que no nos encontraran los perros. Cuando llegábamos hasta el campamento, ellos nos hablaban de política, nos enseñaban a manejar las armas y a vigilar; veíamos películas de la lucha en otros países, de otros pueblos que pelearon por su liberación. No eran películas de fiesta sino de valor. Aprendimos que aquí, quien hacía esa lucha se llamaba EZLN”. Continuar leyendo

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